El pelo de Belén Esteban: vender el último ápice de alma
Todo el mundo tiene un precio. Cualquier persona estaría dispuesta a prostituir su alma en determinadas circunstancias. Pero incluso vender el alma tiene un límite, que en el caso de las colaboradoras de Sálvame, pasa por su pelo. Así es como la melena de Lydia Lozano se ha convertido en un asunto de interés nacional.
Contexto: Sálvame, un programa que nadie ve -yo tampoco- pero que lleva siete años emitiendo más de cuatro horas cada tarde con notable audiencia. Aunque jamás lo hayamos sintonizado, son conocidos sus entrañables colaboradores -y varios ex-amantes de cada uno-: Jorge Javier Vázquez, Belén Esteban, Karmele, Kiko Hernández, María Patiño, Lydia Lozano… El caso que nos ocupa tiene como protagonista a esta última: Lydia Lozano. Al parecer, la periodista del corazón lleva sin cambiar de peinado desde que los dinosaurios merodeaban por nuestros territorios. Esto, claro está, repercute negativamente en la marca España y en la idiosincrasia de nuestro país. Urgía una solución.
En primer lugar, Paz Padilla, la conductora del programa, -con la fluidez y la exquisita vocalización de las que hace gala- preguntó a la audiencia si Lydia debía cambiarse el pelo «o envejecerse como está ahora» (sic). Lanzó al público una encuesta abierta varios días -ríete tú del referéndum catalán- y sentenció: «El pelo de Lydia está en las manos de España».
A continuación, los colaboradores opinaron. Con testimonios afectuosos y educados -que por no herir sensibilidades no reproduciremos- todos coincidieron en que sí, el cambio es imperativo. Horas y horas para exhortar a Lozano a cambiar y determinar si ya llevaba el look ochentero cuando se pintaron las cuevas de Altamira. Aunque carezca de importancia, la aludida no quería bajo ningún concepto prestarse al cambio. Defendió prolongadamente su postura con argumentos referidos a su fragilidad capilar, al pelo del resto de colaboradores y a todo lo que pudo esgrimir. Esta semana, en portada de la revista Lecturas, anuncia Lydia: «Antes me corto un pie que el pelo». Pero su sentir resulta irrelevante y el ataque era unánime: uno por uno, sus compañeros le repetían que su look está ya muy trasnochado. Entonces, cuando la mujer ya inspiraba lástima, ocurrió.
Belén Esteban, reina y emblema de Sálvame, sentada en medio del sofá, pidió la palabra. Cuando la presentadora se la concedió, la de Paracuellos comenzó su alegato: «Pues mira, no; porque ya lo que nos hace falta en Sálvame es que nos toquen también el pelo, lo siguiente es que nos rapen la cabeza». De fondo se escuchaba débilmente: «Es por su bien…»; aunque los gritos son seña de identidad, cuando habla la profeta, todos callan. Y la Esteban, enfurecida, saltó del asiento, se puso en pie y elevó el tono: «¡No! ¡Es el estilo de Lydia! ¡Si a ella le gusta el estilo ochentera, pues viva ella y los ochenta! NO TE CORTES EL PELO. PUNTO». Tras el apasionado discurso, se fue —no sabemos si a serenarse o a merendar, pero se fue—.
Ya lo advierte la sabiduría popular: «Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar». La madre de Andreita se percató de que hoy se trata de la melena de su compañera, pero la semana que viene —máxime con la repercusión que está teniendo el caso— la guillotina puede caer sobre sus extensiones.
Esta escena fue comentada posteriormente en el programa Cazamariposas —ahí me enteré, porque no veo Sálvame— como una anécdota más, otro enfado de la princesa del pueblo. ¿Acaso creemos que es solo eso? ¿Acaso no oímos el grito desesperado de una mujer a la que lo único que le queda es su pelo?
Vender el alma
Es recurrente criticar a toda la plantilla del programa de Mediaset. Muchos ingresos por pasar la tarde vituperando y contando su vida como si estuvieran en el salón de su casa. Parece muy sencillo, ni siquiera precisan documentación para opinar. Pero además, el programa les sirve de plataforma para concursar en realities como Gran Hermano y Supervivientes y triplicar sus ganancias.
Analicémoslo. El año pasado Belén Esteban participó en Gran Hermano VIP. Gracias a ella, asistimos al espectáculo subyugante que supone verla discutir hasta con «la máquina esa de las teclas» —apelativo que le dio al ordenador—. El programa batió records históricos de audiencia. Miles de televidentes que jamás habían visto una edición, tornaron en adictos irremediablemente. La población se dividió entre los que reconocían seguir el concurso y los que no lo reconocían. Venga, seré la primera en inmolarme: yo lo vi. Es lo que se conoce como Teoría de Usos y Gratificaciones: tras un duro día de trabajo, ves a Belén Esteban reprochándole a Olvido Hormigos que es una mala madre y a la otra sugiriéndole que se tome «algo» —se intuye que por vía nasal— para tranquilizarse. Y reflexionas: «¡Ah, pues mi vida no está tan mal!». Todos tan contentos. Durante las horas en que contemplas el escalafón más bajo de la cultura, desconectas totalmente de tu existencia. Belén Esteban cumple una labor social.
La de Paracuellos ganó el concurso. Ya había ganado un programa de baile sin saber bailar, era previsible que ganara uno de convivencia sin saber convivir. Y con sus fieles seguidores, si se presentara a una competición de mascotas, también vencería. La crítica más recurrente durante su paso por GH fue: «Belén Esteban gana miles de euros a la semana por estar tirada en un sofá, mientras que el resto del país está en paro». Una atrocidad moral, sin duda. Pero, ¿es culpa de la colaboradora?
Fue un secreto arduo de silenciar: Belén no quería participar en Gran Hermano. Paolo Vasile le dio un ultimátum: o entraba o no renovaba su contrato. Ella no lo reconoció hasta el mes pasado, cuando, entre lágrimas, le reprochó a Jorge Javier que criticara su paso por el reality aun sabiendo que «yo entré porque me obligaron». Ese es el precio por trabajar en Sálvame: renunciar radicalmente a tu voluntad.
Una transacción que subyace en el contrato que firman al fichar por Telecirco: vender el alma. Vender el alma, una expresión cuyo significado se ha diluido a fuerza de repetirlo. Las consecuencias de este tipo de prostitución suponen que cuando ves a los tertulianos, lo último que percibes es al ser humano. Ves los insultos que su ex pareja ha vertido sobre él/ella, ves a alguien de quien se avergüenza su familia, ves a los interesados con los que se ha acostado para vender el folletín, ves a alguien que mete en el congelador fotos de sus enemigos para hacerles vudú —esto no lo descarto, dicen que funciona—… Ves sus infamias, su bajeza moral; todo aquello que los demás tratamos de ocultar: nuestras propias miserias. Eso es vender el alma.
El gran público conoció a Belén Esteban: tramposa, mentirosa, vulgar, tirana, maleducada… Podías verlo veinticuatro horas al día. Ella es consciente de que su paso por el concurso causó un daño irreversible a su imagen. Como de comerciar con su imagen es de lo que vive, ahora solo le queda su pelo. Ya en el siglo XIX, las clases paupérrimas de la sociedad vendían sus cabellos para conseguir alimentos, una costumbre que ha vuelto con la crisis en las últimas décadas. Como si de un personaje de Los Miserables se tratase, Mediaset espera que para llenar horas sus trabajadores vendan también su melena.
Belén Esteban es Pablo Iglesias
Si este país tiene la imagen de una mujer vulgar, inculta, criticona y manipuladora, ¿cómo es posible que reciba el apelativo de la princesa del pueblo, un ídolo para miles de personas? Nos quedamos cortos: solo en Twitter la respaldan más de un millón doscientos mil seguidores y eso que la gente de edad avanzada —la gran mayoría de sus admiradores— no maneja las redes sociales. ¿Cómo es posible? Porque Belén Esteban es Pablo Iglesias —en realidad al revés, porque la Esteban surgió antes—: un espejo de su público.
Belén es una madre coraje que mastica con la boca abierta, habla a gritos, mataría por su hija y dice «cocreta» en lugar de croqueta. Pablo es un hombre criado y residente en un barrio obrero, con ganas de cambiar el mundo, que aborrece llevar traje —salvo para desafiar a la autoridad—, ve Juego de Tronos y sueña con la revolución. El público se identifica porque no representan ideales inalcanzables, al contrario: son un reflejo perfecto de la sociedad. Ella abandera a multitud de amas —y amos— de casa que distan mucho de la perfección y presumen de ello; él, a los jóvenes insatisfechos con el panorama actual que ansían tomar la Bastilla. Esto recuerda a la corriente que reclama en las pasarelas modelos de verdad porque pocos se identifican con las maniquíes de noventa-sesenta-noventa.
Ella es la princesa; él, el héroe del pueblo. El mismo canon en dos ámbitos diferentes: telebasura y política —aunque últimamente se confunden—. Y no solo en la cotidianidad del modelo se asemejan. Comparten más rasgos: se expresan con extrema claridad para regocijo del espectador, no logran ocultar su amor por el espectáculo —besar a un diputado, guste o no, es espectáculo—, se atisba un narcisismo mal disimulado y defienden a su gente, al pueblo, por encima de todo
Belén Esteban es Pablo Iglesias. Con una única diferencia: tened por seguro que si la tertuliana se presentase a las elecciones, las ganaría.
Tú también te prostituirías
Pero no solo la Esteban: el clan de los Pantoja, los Ordoñez, los Matamoros… Familias enteras que se emplean en lo que ellos llaman «vender mi vida». Utilizan las desdichas personales como mercancía. Un acto repulsivo que a todos escandaliza y provoca exclamaciones de «¡Yo jamás lo haría!».
Lo pone en el libro más vendido de todos los tiempos: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Es más que probable que incluso el catedrático más moral y melindroso si se viese sin trabajo, sin recursos y con una familia a la que sacar adelante, aceptaría un puesto en Sálvame y mercantilizaría su alma de plató en plató. Se sometería al yugo y voluntad de Mediaset. Puedes aceptarlo o no, pero tú también te prostituirías.
Belén Esteban ha vendido su imagen; la vida de su familia pasada, presente y futura; su economía, porque entre investigación e investigación de Hacienda, su representante, presuntamente, le ha robado… Se trata de una mujer que se aferra a su pelo —o al de una compañera— porque representa quizá lo único que Telecinco no ha alterado, el último ápice de su alma.
Autora:
Estudié periodismo porque quería ser Oriana Fallaci o Carrie Bradshaw. El oxímoron es mi figura favorita y la ironía me parece fundamental para dar vida a cualquier texto. Me encanta narrar el mundo del espectáculo entre bambalinas y escribir sobre cualquier cosa que aporte una pizca de brillo a un mundo demasiado prosaico.
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